jueves, 15 de diciembre de 2016

La nube

El cielo se estaba cubriendo de lentas nubes, panzonas como copos de algodón. Hacía apenas calor, uno de esos gloriosos días cuando recién se asoma la primavera y pensé que era una tarde perfecta para desperdiciar en la kermese que organizaba la escuela de mi hija en la Sociedad Rural.

Poco después de las 14 hs le puse ropa limpia y le cepillé el cabello. No tuve ganas de cambiarme yo, apenas me ordené un poco el pelo, pero tuve cuidado de llevar mi bolso, mis lentes de sol y los cigarrillos. Nos subimos al auto pasadas las 14 y 20.

La Sociedad Rural es un predio enorme, lleno de añejos árboles, que queda a unos 15 km de la salida oeste de la ciudad. El ingreso está custodiado por enormes eucaliptos, centinelas inmóviles, que dan una profunda sombra durante el kilómetro de camino hasta llegar al espacio donde se distribuyen varias edificaciones blancas y chatas, con techos de tejas coloniales y agradables galerías donde cuelgan móviles hechos con calabacines, que suenan muy hermoso cuando el viento los sacude levemente. Imaginé que, como en años anteriores, la escuela habría decorado ese lugar con guirnaldas y banderines de colores, y estaría lleno de globos, chicos corriendo, risas, música y algodón de azúcar, aroma a praliné y maestras disfrazadas invitando a probar suerte en los diferentes juegos de prendas. A mi lado, Serena iba expectante, con la mirada puesta en la ruta que teníamos delante.

Unos momentos después el cielo se cubrió completamente con nubes bajas, una de ellas, muy oscura, amenazante y demasiado próxima. Me preocupé un poco, es relativamente común que en esta zona el tiempo empeore de golpe y caiga lluvia o incluso granizo. De todos modos, pronto llegaríamos, una señal verde con letras blancas apareció a mi derecha “Sociedad Rural Argentina – 10 km”, así que no faltaba casi nada, pero si llovía la kermese estaría irremediablemente arruinada. Muchos autos iban hacia el mismo lado, no podía acelerar, debía tener cuidado, es un tramo de ruta muy transitado y más hoy, que numerosas familias se sentían obligadas (como yo) de prestar colaboración como participantes –poco entusiastas, la verdad- en la actividad de la escuela.
Pero la nube parecía más baja y cercana, Serena también la vio y la señaló con su dedito. Por suerte, de nuevo a mi derecha otro cartel verde me indicaba que faltaba menos: “Sociedad Rural Argentina – 5 km”. Me relajé un poco, aflojé el cuerpo, pero no podía sacar un ojo de esa masa negruzca que teníamos instalada encima. Los campos a ambos lados de la ruta se veían muy verdes, la soja ya estaba alta, imaginé a los campesinos maldiciendo la posible granizada, algunos, los más viejos quizás saliendo a hacer cruces de sal gruesa para clavarles un cuchillo en el centro, remedio supersticioso para evitar daños en las cosechas.

“Sociedad Rural Argentina – 1 km” decía amablemente otro cartel verde, y menos mal porque la nube parecía a punto de caernos encima. La ruta se oscureció de pronto y en instantes me di cuenta que algo estaba mal, porque aparecía vacía ante mis ojos. Ni un solo auto, ni de ida ni de vuelta. No se movía una hoja, el viento suave de momentos antes se había aquietado, tampoco se escuchaban ruidos, sólo el ronroneo del motor, pero incluso parecía mucho más débil. Se me secó la boca, se me apretó el estómago. Sentía que algo no estaba bien, no estaba nada bien, no podía darme cuenta qué, pero lo podía presentir, como si eso me gritara en el oído. Trate de respirar con calma, seguí conduciendo, qué otra cosa podría hacer. Sólo tratar de llegar al predio lo antes posible, para guarecernos bajo los árboles. Carlos me mataría, el auto tenía menos de 4 meses de comprado, una granizada encima no era lo que más feliz lo iba a poner, pero no había nada que hacer en medio de esa ruta repentinamente desierta.

Creí estar llegando, porque otro cartel verde se acercaba por mi derecha. “Sociedad Rural Argentina – 1 km”. Un error, mío o de ellos, porque hacía ya unos kilómetros el último cartel decía lo mismo. Miré la hora, eran las 14,40. Me seguía preocupando la nube, quieta y amenazadora, como llena de piedra y agua, pero que no se había movido. Estaba un poco aprensiva, además porque sentía que la Sociedad Rural no quedaba tan lejos, esta no era la primera vez que iba allá. La velocidad estaba bien, 80 km, y no quise acelerar porque no tenía sentido, en cualquier momento llegaríamos, pero la fila de eucaliptos que se anticipaba desde la ruta no aparecía en el horizonte y eso también llamó mi atención. Serena miraba la nube, pero permanecía callada, callada como pocas veces está.

Miré nuevamente la hora. 14,55. Vamos, a esta altura ya debería haber recorrido ese maldito kilómetro, qué diablos pasaba. Aceleré hasta que la aguja marcó 100 km, y entonces vi la señal verde que se acercaba otra vez, pero más rápidamente: “Sociedad Rural Argentina – 1 km”. No puede ser, no puede ser. ¿Qué está pasando acá, por qué no llegamos, por qué ese cartel dice siempre lo mismo, por qué no hay un alma en esta ruta de mierda?, justo entonces la vocecita angustiada de Serena:

- Mami, ¿nos perdimos?

Quise hablar pero sólo un gruñido salió de mi boca. Me aclaré la garganta y traté de sonar calmada:

- No, no nos perdimos. No podemos perdernos, vamos en línea recta, ¿ves? No hay entradas, no tomé ningún desvío ni doblé en ninguna curva.

- Pero vamos en círculos. Porque ya pasamos ese cartel varias veces… - su voz se notaba temblorosa, y vi que me señalaba el cartel verde, a la derecha.

“Sociedad Rural Argentina – 1 km”, decía el maldito.

- Y ese árbol seco también- dijo. Asombrada, vi un árbol negro y retorcido, a metros del cartel verde. Parecía haberle caído un rayo tiempo atrás. No lo había visto antes.

- No te preocupes – traté de tranquilizarla-. Sé llegar.

Me miró como si eso fuera casi imposible, pero no dijo nada más. Miré el reloj, otra vez: 15,13. Llevábamos casi una hora tratando de recorrer esos estúpidos 15 kilómetros.

La nube seguía ahí, como clavada en el cielo. No había autos, no había pasado ni uno. Todo estaba como si el mundo se hubiera detenido. Pero no, porque nosotras nos movíamos con el auto, ¿o no? Pero quizás no, porque a lo lejos se veía un cartel verde. Empecé a transpirar mientras nos acercábamos y creí que me desmayaría cuando leí las letras blancas: “Sociedad Rural Argentina – 1 km”. Metros detrás, el árbol quemado.

- Sí que nos perdimos – dijo Serena, al borde de las lágrimas.

Tuve que detener el auto. En la ruta vacía, me bajé como en trance y acercándome tambaleante a la cuneta, vomité. El pánico me recorría el cuerpo, sentía que me desmayaría, que no podía respirar, me faltaba terriblemente el aire, intenté calmarme y pensar, pero no pude hace nada. Estaba atontada, mi mente se negaba a trabajar; cualquier razonamiento, ante lo que estaba sucediendo, parecía la tarea más absurda. El cuerpo me temblaba y noté, vagamente, que respiraba entrecortadamente. La cabeza estaba a punto de explotarme, más por la desorientación que por dolor. Caminé unos metros más y me agarré de un poste del alambrado que delimitaba el campo de soja, un poco más allá, y traté de entender, de ordenar los hechos, de darles sentido. Sentí la manito de Serena en mi espalda, me ofreció agua de una botellita que había llevado cuando subimos al auto. Recordé que le había dicho que no la llevara, pero ella se preparó para el viaje como si este fuera a durar horas. Miré el reloj, realmente había pasado casi una hora y media ya. Mecánicamente acepté la botella y le di un largo trago al pico. Me temblaban tanto las manos que no pude cerrar la tapa, Serena tuvo que hacerlo pacientemente por mí.

- Volvamos a casa – suplicó.

- Si. Si – dije. Lo único lúcido de aquella pesadilla, aunque ya no estaba segura de poder volver a casa. Porque ahora, la posibilidad de no llegar nunca a ninguna parte latía en el aire.

Entramos en el auto, me abroché el cinturón y arranqué el motor. Giré en U, en plena ruta, para volver por donde estábamos viniendo sin cesar. Aceleré, no había nadie, la ruta seguía desierta y callada. 10 minutos después miré por el retrovisor y vi la nube, un poco lejana aunque igual de amenazadora. Se levantó una leve brisa y un auto rojo me pasó en sentido contrario. Entonces el monótono paisaje dio lugar a un cartel verde que decía: “Las Violetas – 10 km”. Sentí que podía respirar un poco mejor. Eran las 15 y 36 y en apenas unos minutos entramos a la ciudad.

Llegamos a casa, yo pálida y temblorosa, Serena a los saltitos, gritándole a su padre que nos habíamos perdido un rato cuando íbamos a la kermese.

- ¿Se perdieron? Pero, ¿no era en la Sociedad Rural? – me preguntó él, con un poco de sorpresa e ironía a la vez.

- Si. Bueno, no nos perdimos, sólo que no podíamos llegar -. Lo dejé ahí, entré al baño a lavarme la cara, a mirar si mi cara en el espejo era la misma que recordaba. No podía entender nada de lo sucedido y supe que nunca podría.

Desde la ventana de la cocina vi el cielo, apenas nublado, con nubes blancas y panzonas como copos de algodón. Todavía temblaba cuando me senté en una silla y encendí un cigarrillo.

Fuentes

Astrid Griesser

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